Ilustración del aprendiz de mago Laurelinad, personaje de la saga Leyendas de Erodhar, en una de las escenas más importantes del primer libro. El dibujo es obra de Ricardo Muñoz.
Los vientos de guerra asolan Erodhar y amenazan con aniquilar a todo ser vivo. Valiant y sus amigos deben encontrar la forma de evitarlo. Para ello, vivirán multitud de aventuras y se enfrentarán a monstruos y tiranos. El destino de hombres, elfos, orcos y enanos pende de un hilo. No esperes más, ¡vive la leyenda!
Leyendas de Erodhar está disponible gratis en KindleUnlimited:
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Fragmento del libro en el que se basa la ilustración:
[...] Todo pasó
muy deprisa. A la orden de su capitán, ballesteros y arqueros dispararon al
tiempo que otros soldados tiraban sus lanzas. Valiant no pudo hacer nada salvo
observar el vuelo de los proyectiles con el corazón encogido de miedo. Laurelinad
alzó su vara, que emitió un resplandor carmesí, y un escudo de energía apareció
alrededor del grupo; una cúpula añil que resistió el choque de flechas y picas,
convirtiéndolas en astillas. De no ser por la intervención milagrosa del
aprendiz de mago, habrían muerto todos acribillados.
—¡Malditos bastardos! —gritó Trianna enfurecida—.
¡Cobardes! ¡Valéis menos que una cagarruta de cabra!
Desde el
interior de la cúpula, Galadoriel
y Elhendor dirigieron sus arcos hacia las atalayas y dispararon. Sus flechas no
hallaron resistencia, atravesaron la barrera protectora y abatieron a los dos
centinelas, que se precipitaron al suelo nevado.
Los
enemigos miraban atónitos la cúpula, no sabían cómo actuar.
—¡Idiotas!
¡¿Qué hacéis?! —bramó enfurecido el comandante Arturo—. ¡Volved a disparar!
Una
segunda tanda rebotó en el escudo mágico, que perdió un poco de brillo.
—¡Otra
vez! ¡Fuego a discreción! ¡Disparad hasta que se desvanezca!
Descarga
tras descarga, las saetas explotaban en mil pedazos. Elhendor y Galadoriel
respondían con disparos certeros que mataban a los enemigos de dos en dos, pero
eran demasiados y la cúpula perdía color por momentos, volviéndose cada vez más
trasparente.
—No
aguantará mucho más —musitó Valiant preocupado, viendo el rostro crispado y
empapado en sudor del joven mago. El gran esfuerzo que requería mantener el
hechizo le estaba pasando factura.
Una flecha
encontró un agujero y pasó rozando el hombro de Nimue. La serafín alzó la
espada y se agachó.
—No
podemos permanecer aquí, ¡hay que hacer algo!
—Pues
luchemos —gruñó Galathor, enarbolando su martillo con ambas manos—. Enviemos al infierno a tantos como podamos.
Sir William
alzó su espada y gritó:
—¡Todos a
mí! ¡Preparaos para cargar!
Formaron
una fila a toda prisa, dejando al caballero en el centro.
—¡Esperad!
—exclamó Laurelinad. Sus ojos se habían encendido, emitían un extraño fulgor
dorado. Apretando los dientes, pronunció unas palabras inaudibles y la barrera
mágica se convirtió en un remolino de fuego. Los adversarios se sobresaltaron y
retrocedieron asustados ante aquel espectáculo lumínico.
—¡No
paréis ahora! ¡Seguid disparando, mendrugos! —chilló Arturo—.
¡Matad al maldito mago!
Mientras
el enemigo cargaba arcos y ballestas, Laurelinad emitió un gritó de rabia y,
con un último esfuerzo, proyectó el anillo de fuego, que barrió el campamento
en todas las direcciones como si se tratase de la onda expansiva provocada por
el choque de un meteorito. Decenas de soldados fueron quemados vivos, sus
aullidos de dolor y desesperación resonaron más allá de la empalizada.
Tras el
caos, un silencio desgarrador se adueñó del campamento. Casi todas las tiendas
de campaña se habían convertido en hogueras y la tierra negra estaba salpicada
de cadáveres calcinados. [...]
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